La historia de Colombia ha sido la historia de la división, la violencia y la intolerancia.
La división entre realistas y patriotas marca el inicio de una historia de repetición y enfrentamiento, que continúa con la dicotomía entre centralistas y federalistas, y santanderistas y bolivaristas (antes no se usaba el término “bolivariano”).
Las confrontaciones generadas por lo anterior retrasaron enormemente el desarrollo del país, e iniciaron una historia de violencia, guerras e intolerancia que, 200 años después, aún se vive. Esa violencia inicial, derivó en la violencia partidista, marcada por la división entre liberales y conservadores, que eran tan diferentes pero tan parecidos que finalmente terminaron por no diferenciarse y aliarse bajo la figura del Frente Nacional, para así crear una nueva división: la división entre los que están en el espacio del poder desde donde se tomaban (y se toman) las grandes decisiones del país y los excluidos de ese poder que ni siquiera tenían la oportunidad de la participación política (hoy tienen una participación funcional algunos, pero no todos).
Esa exclusión, y otras circunstancias (como el problema de la tierra en el campo), llevó a nuevas formas de violencia que aún encuentran su expresión en las guerrillas, que desdibujadas o no (no es mi intención esa discusión ahora) trataron en su momento de hacer parte del orden participando de la vida política legal, pero fueron exterminadas por fuerzas oscuras que enarbolaban la histórica bandera de la intolerancia colombiana. Es el caso de la Unión Patriótica cuyo genocidio es ampliamente conocido, y el asesinato de varios candidatos que aspiraban a ser presidentes en 1990.
Luego parecía que la Constitución de 1991 sepultaría para siempre la exclusión del Frente Nacional, pero no fue así: los partidos tradicionales apelaron a tácticas políticas malintencionadas para mantener su poder, aprovecharon la no prohibición a la doble militancia para seguir manteniendo el bipartidismo hegemónico de facto en un sistema pluralista y multipartidista en el papel.
Hoy, 20 años después de la supuesta apertura política de 1991, podemos decir que la apertura es una ficción: hemos vivido dos gobiernos liberales, uno conservador, y uno liberal-conservador (Gaviria en 1990, Samper en 1994, Pastrana en 1998 y Uribe –un liberal apoyado por el conservatismo al igual que Nuñez- en 2002 y 2006) y se viene el gobierno liberal de Juan Manuel Santos, que también es apoyado por el conservatismo y que predica una supuesta unidad nacional cuando su campaña estuvo marcada por la estigmatización de sus rivales, especialmente los candidatos que representaban fuerzas diferentes (y diferentes entre sí) a las históricas fuerzas frente nacionalistas.
El inicio del supuesto gobierno de la unidad nacional se da en medio una nueva división surgida ocho años atrás: la división entre uribistas y antiuribistas, que llevó al poder a Santos en parte gracias a la imagen de Uribe, pero que ahora tiene el reto de eliminar con esa división ya sea en aras de su supuesta propuesta de unidad o en aras de su propio legado histórico nacional.
El punto es que sea como sea el gobierno de Santos, él es un representante más de los históricos dirigentes tradicionales, que han puesto los intereses de su clase política y sus negocios por encima de los intereses del país.
Su “unidad nacional” no pretende unir sino dividir. Dividir agrupando al país en un bando (el bando oficial) haciendo ver a los que no se unan como apátridas, que le dan la espalda al país por no hacer parte de la “unidad”. Esto es muy peligroso, porque las divisiones del país nunca han sido entendidas en términos de diversidad de posturas, opiniones y propuestas, sino en términos antagónicos inconciliables e intolerantes.
Por eso el llamado es a reflexionar sobre lo que ha sido la historia de Colombia en estos 200 años para no seguir repitiendo como tragedia la historia de división, violencia e intolerancia, pero no justificando con esto el que no se haga una oposición política vigorosa a un régimen político que pese a las reformas, sigue impidiendo aún a sectores lícitos, pero no tradicionales, el acceso al poder.
Por: Santiago Peña Aranza, Politólogo.
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